Hace unos meses venimos reuniéndonos con los catequistas de la parroquia, que gracias a Dios son varios, y me propuse darle algunos elementos fundamentales de pensamiento para acercarse a la realidad de las cosas mismas, tal como son.
Teniendo en cuenta el relativismo imperante dónde todo es de acuerdo a lo que cada uno le parece o ve, me ha parecido oportuno, reafirmar conceptos tales como: naturaleza, esencia, existencia, materia, forma, acto, potencia, etc. Distinguiendo con claridad lo que es un sano realismo, del idealismo que hace un camino contrario.
Me dió la impresión que algunos no han captado la gravedad, importancia, y necesidad de tener claro estas herramientas fundamentales, para poder enseñar con autoridad y seguridad cualquier disciplina, pero sobre todo el Evangelio de Cristo.
Y leyendo un blog amigo me confirmé en mi convicción:
Si yo quiero que la gente pierda la capacidad de distinguir lo normal de lo anormal, lo verdadero de lo falso, la naturaleza de la contranaturaleza, lo bueno de lo malo, la virtud del vicio; si yo quiero aniquilar estas diferencias –siéndome imposible hacerlo en la realidad misma–, lo más que puedo hacer es borrarlas de las mentes, a través de la constante omisión de las palabras que verdaderamente significan y nos llevan a las cosas.
Para ello, debo refundar el idioma. Reelaborarlo, según la idea de hombre que quiero construir.
Debo enterrar aquellas palabras cuya sola mención supone de suyo lo Absoluto. Sepultar los vocablos bien y mal, virtud y vicio, gracia y pecado, verdadero y falso, justo e injusto, etc. Todos ellos comportan un Principio que me niego a admitir: si juzgo algo y afirmo “esto es bueno” o “esto es verdadero”, ingreso inevitablemente en el terreno metafísico. Lo mismo se diga de la justicia y la virtud: la sola pronunciación de estas palabras me coloca en la incómoda atmósfera de las verdades perennes.
A lo sumo podré tolerar que se las mencionen siempre y cuando el tono, la atmósfera y las circunstancias que las rodean sean lo suficientemente frívolas como para que nadie sospeche que me he tomado el atrevimiento de hacer un juicio de carácter absoluto.
Por eso, debo criminalizar la Verdad. Que Ella sea demonizada, que su sola mención mueva a la indignación, a la crispación, al escándalo.
Que pronunciarla sea un delito.
Enterradas estas palabras, debo conseguir que únicamente subsistan otras, las imprecisas. Aquellas que no suponen una inteligencia en contacto directo con la realidad –una inteligencia metafísica, con vocación para el ser, con apetito del ente, con deseo de admiración–, sino una inteligencia que puede rodear cómodamente las cosas sin penetrarlas jamás, que habite en sus accidentes sin tocar sus esencias. De ahí que todo deba ser juzgado en estos términos: conveniente/ inconveniente; popular/impopular; moderno/antiguo; moderado/intransigente; mayoritario/ minoritario; tolerante/fanático; constitucional/anticonstitucional.
¿Dónde está la trampa? En que todos estos adjetivos pueden convenir indistintamente tanto a la verdad como al error.
Para ello, debo refundar el idioma. Reelaborarlo, según la idea de hombre que quiero construir.
Debo enterrar aquellas palabras cuya sola mención supone de suyo lo Absoluto. Sepultar los vocablos bien y mal, virtud y vicio, gracia y pecado, verdadero y falso, justo e injusto, etc. Todos ellos comportan un Principio que me niego a admitir: si juzgo algo y afirmo “esto es bueno” o “esto es verdadero”, ingreso inevitablemente en el terreno metafísico. Lo mismo se diga de la justicia y la virtud: la sola pronunciación de estas palabras me coloca en la incómoda atmósfera de las verdades perennes.
A lo sumo podré tolerar que se las mencionen siempre y cuando el tono, la atmósfera y las circunstancias que las rodean sean lo suficientemente frívolas como para que nadie sospeche que me he tomado el atrevimiento de hacer un juicio de carácter absoluto.
Por eso, debo criminalizar la Verdad. Que Ella sea demonizada, que su sola mención mueva a la indignación, a la crispación, al escándalo.
Que pronunciarla sea un delito.
Enterradas estas palabras, debo conseguir que únicamente subsistan otras, las imprecisas. Aquellas que no suponen una inteligencia en contacto directo con la realidad –una inteligencia metafísica, con vocación para el ser, con apetito del ente, con deseo de admiración–, sino una inteligencia que puede rodear cómodamente las cosas sin penetrarlas jamás, que habite en sus accidentes sin tocar sus esencias. De ahí que todo deba ser juzgado en estos términos: conveniente/ inconveniente; popular/impopular; moderno/antiguo; moderado/intransigente; mayoritario/ minoritario; tolerante/fanático; constitucional/anticonstitucional.
¿Dónde está la trampa? En que todos estos adjetivos pueden convenir indistintamente tanto a la verdad como al error.
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