jueves, 1 de septiembre de 2011

Vocaciones específicas: matrimonio y consagración (Tercer día de novena patronal)



La relación vocación y vocaciones configura el paso de la condición nueva en que se encuentra el creyente por la inserción en Cristo a través del bautismo a su vocación particular como respuesta adulta al don del Espíritu. Esto comprende la toma de conciencia del primado de Dios en la propia historia, la acogida del seguimiento de Cristo como significativo para la propia experiencia humana, la capacidad de relación dentro de una comunidad concreta reconociendo y estimando el don de los demás, la voluntad de hacer don de él en las múltiples direcciones del servicio, del apostolado y del testimonio del reino y, finalmente, la elección de un estado de vida que expresa un aspecto del misterio de Cristo de modo estable y definitivo, es aquí dónde hablamos de las vocaciones específicas, la matrimonial y la consagrada. Todo esto es posible a través del discernimiento espiritual del proyecto de Dios y la obediencia responsable a los deberes que se siguen.

Toda vocación, como elección definitiva y estable, se abre a una triple dimensión: en relación a Cristo toda llamada es signo; en relación a la Iglesia es carisma y ministerio; en relación al mundo es misión y testimonio del reino.

El reino constituye la condición nueva en que viene a encontrarse el creyente insertado en Cristo. Así como toda la comunidad eclesial es un sacramento, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (LG 1), del mismo modo toda vocación revela la dinámica profunda que la comunión trinitaria obra en la vida nueva del salvado: la acción misteriosa del Padre, del Hijo y del Espíritu como acontecimiento que hace ser en Cristo criaturas nuevas, modeladas según él. Toda llamada es un modo particular de revelar el misterio de Cristo (LG 46; Mutuae relationes, 6). La vocación cristiana como signo revela la grandeza de toda llamada como relación con Dios. No es iniciativa del hombre, sino respuesta al amor de Dios en Cristo por medio del Espíritu. Ser signos remite al valor constitutivo del amor de Cristo que se expresa en el lenguaje de gestos concretos y formas de vida significativas. La fidelidad vocacional radica en el misterio de Cristo para hacerse testimonio visible en medio de los hombres.

El En relación con la Iglesia la vocación es carisma y ministerio. Si el signo precisa el misterio de una relación singular con Cristo y el carácter de respuesta frente al amor de Dios, los carismas connotan la absoluta gratuidad del hecho vocacional. La llamada de Dios es un don para la comunidad; es un don que tiene su raíz en aquel que obra la presencia de la Iglesia en la historia, reconstruyendo la humanidad a imagen de la comunión trinitaria; "Nadie puede decir: `Jesús es el Señor', si no es movido por el Espíritu" (1 Cor 12,3). Y añade Pablo: "Hay diversidad de dones espirituales, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de funciones, pero el mismo Señor; diversidad de actividades, pero el mismo Dios que lo hace todo en todos" (vv. 4-6). La acción del Espíritu constituye a la Iglesia como "comunidad de rostros" (II epíclesis) y suscita en la conciencia del bautizado una intuición y una voluntad capaz de hacerse proyecto de vida de modo original según el gran modelo de Cristo, el "amén" del Padre. El Espíritu engendra en el corazón del cristiano la agape no sólo como ética nueva del amor, sino como estructura profunda de la persona, llamada a vivir en relación con los demás. Cada uno es plasmado por el Espíritu, que es la fuente de la comunión. El amor-agape será entonces el rostro manifiesto de una elección vocacional precisa, que se expresa fundamentalmente en la dirección de la conyugalidad o de la virginidad consagrada. El modelo supremo de todo proyecto de existencia es Cristo, revelación plena del amor, en el testimonio de la oferta en la cruz y en el signo de hacerse otro en la eucaristía.

El carisma que está en la raíz de toda vocación hace crecer a cada uno según la plena estatura de Cristo (Ef 4,13), totalmente modelado según su ejemplo de siervo obediente. Por eso, la vocación cristiana es también ministerio. Hay que redescubrir la vida como servicio a los hermanos en la comunidad eclesial. El ministerio se expresa en funciones y servicios precisos, como en el caso del orden, de los ministerios instituidos o de hecho, y se revela en el testimonio significativo del valor, del que la vocación es signo, como en las diversas formas de la vida consagrada o de la elección matrimonial.

- Finalmente, toda vocación es, en relación con el mundo, misión. La misión remite al carácter de la madurez de la fe: la utilidad común, la plena realización del reino de Dios. Los caminos de la misión son coherentes con los dones del Espíritu. Una es la misión del ministerio ordenado y otra es la misión de la vida religiosa o laical. Pero la perspectiva última es idéntica: revelar al mundo el designio de Dios, instaurar su realeza, participar en los dolores de parto de la nueva creación (Rom 8,22), hasta que se consume plenamente la salvación. Por eso todo don en la Iglesia está destinado a su vitalidad supranatural y generativa. Es un ser "para" el reino. "La vida genera la vida" (Doc. final, 18). El Espíritu no sólo suscita todo carisma y ministerio en relación con los demás para constituir el sacramento de la Iglesia, sino que los hace crecer a todos en la misión hacia el hombre para verificar la unidad de todo el género humano.

De aquí la intrínseca participación de toda vocación en el apostolado y en la misión de la Iglesia como germen del reino. Vocación y misión constituyen dos caras del mismo prisma. Definen la vida a la luz de la palabra de Dios, a la luz del misterio de Cristo, modelo invisible de todo hombre llamado a la salvación. Él es, en realidad, el gran misionero del Padre. No se puede afirmar propiamente que Jesús tenga una vocación, pero es cierto que tiene una misión. El es el enviado para la liberación y la salvación de todos. En cambio, el discípulo es llamado en Jesús para compartir su misión. Por tanto, esta dimensión de la fe -la misión- define el sentido pleno de la vida: como respuesta, don, compromiso de anuncio y de testimonio, signo de Cristo muerto y resucitado. La vida se realiza en plenitud dándola para el servicio en la misión.

Luego, el aspecto de vocación precisa la llamada que el Espíritu hace oír como intuición, simpatía y propensión en el corazón del creyente, y la respuesta personal a través de la escucha, la oración y la formación de una mentalidad evangélica. Sobre todo, la palabra vocación hay que decirla más propiamente en plural. Si es única la misión de la Iglesia, son muchos los modos de realizarla en las diversas vocaciones: tenemos la presencia del sacerdote, de los cónyuges en la familia cristiana, de las personas consagradas, del laico dedicado a los diversos servicios. El objetivo último es la transformación de la humanidad en comunidad, signo de la comunión trinitaria.

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