Ahondar en la naturaleza del sacramento bautismal y abrirse al dinamismo al que da fundamento será pues una exigencia ineludible de la vida cristiana, y una condición imprescindible para que los esfuerzos por responder a la Nueva Evangelización den fruto. El Catecismo de la Iglesia Católica presenta de la siguiente manera los elementos fundamentales del Bautismo: «El santo Bautismo es el fundamento de toda la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos. Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión: “Baptismus est sacramentum regenerationis per aquam in verbo” (“El Bautismo es el sacramento del nuevo nacimiento por el agua y la palabra”9)»10.
En esta definición se pueden distinguir tres elementos fundamentales. En el punto anterior nos hemos referido ya a un aspecto del primero, según el cual el Bautismo es «el fundamento de toda la vida cristiana». El Catecismo añade, precisando los alcances de esta afirmación, que es «el pórtico de la vida en el espíritu y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos». Toda la vida espiritual y la participación de la vida sacramental dependen del Bautismo.
En segundo lugar, el Catecismo indica que «por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios». El Bautismo da lugar a la vida nueva en el Señor Jesús. Ésta es la vocación del cristiano que tiene su raíz en el Bautismo: la filiación divina que recibe al ser liberado del pecado, y que debe hacerse vida concreta con su cooperación. Todas las vocaciones específicas a las que el Señor llama son participación de esta vocación a ser regenerados en el Hijo, el «Hombre nuevo», cuya gloria se manifiesta en cada cristiano de una manera única e irrepetible.
Esta vida nueva no es únicamente una transformación interior, sino que está ligada a la “obra” que cada fiel está llamado a realizar. Por eso, en tercer lugar, el Catecismo señala que por el Bautismo «llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión». El Bautismo, pues, hace al cristiano partícipe de la misión del Pueblo de Dios de ir por todo el mundo y proclamar la Buena Nueva a toda la creación (ver Mc 16,15).
La misión depende, como indica el Catecismo, de la incorporación a la Iglesia, que es uno de los efectos del Bautismo. De esta incorporación brota también una ineludible exigencia de comunión, que nace de la misma naturaleza del Bautismo: «Como la Iglesia es la comunión entre todos aquellos que profesan la única fe y viven en la caridad, la obligación primaria que brota del Bautismo es la de conservar la comunión con la misma Iglesia11 y con Dios»12.
La figura del cuerpo que el Espíritu inspira a San Pablo para expresar la realidad de la Iglesia ilumina ambas dimensiones de la comunión. Expresa por un lado la unidad de todos los miembros del cuerpo con la Cabeza que es el Señor, de quien todos reciben la vida. Participamos de la vida cristiana como miembros de la Iglesia, en la medida en que permanecemos unidos «a la Cabeza, de la cual todo el Cuerpo, por medio de junturas y ligamentos, recibe nutrición y cohesión, para realizar su crecimiento en Dios» (Col 2,19). La figura del cuerpo expresa también la unidad en la pluralidad de servicios que están llamados a desempeñar los cristianos en la Iglesia: «Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros» (Rom 12,4-5). La unidad del cuerpo se fortalece cuando cada uno construye la comunión, acogiendo la reconciliación en la vida personal y comunitaria, y entregándose generosamente al «ministerio de la reconciliación», que se nos ha confiado en el Bautismo: «Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación» (2Cor 5,18). Esta unidad tiene su fundamento en la gracia bautismal: «El Bautismo constituye el fundamento de la comunión entre todos los cristianos, ...“constituye un vínculo sacramental de unidad, vigente entre los que han sido regenerados por él”13»14.
C. La vida cristiana
Esta plenitud de la unidad y la comunión tiende a la perfección de la caridad, que es la esencia de la vida cristiana. Por el Bautismo, como nos recuerda el Concilio, «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»15.. El Bautismo es, así, el «fundamento de la existencia cristiana»16.. Esta vida cristiana que los hijos de la Iglesia acogen por el Bautismo es la única vida verdaderamente humana: «Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida» (1Jn 5,11-12).
Para comprender la transformación de la existencia humana que significa esta vida cristiana, la Iglesia ha mirado siempre a María, la primera en recibir en sí los frutos de la reconciliación. Ella es paradigma de esa vida de la que los cristianos participamos por el Bautismo. Manifiesta en su propio ser indiviso la plenitud de vida que se da en la comunión con la Trinidad creadora, que es la fuente de la reconciliación con uno mismo, con los demás y con toda la creación. La vocación a la vida cristiana, que María acoge plenamente, se manifiesta en Ella precisamente como la coronación y la plenitud de la vocación a la vida humana, y por lo tanto como la verdadera vida humana, vida reconciliada, existencia en la cual ha dado fruto la reconciliación que el Señor nos ha obtenido con su Encarnación, Muerte y Resurrección. En María se percibe claramente que la vida cristiana es la que se centra en el Señor Jesús, nutriéndose de Él, que ha venido para que tengamos vida y para que la tengamos en abundancia (ver Jn 10,10).
En Ella resulta claro también cómo la vocación a la vida cristiana, que alcanza una especificación particular en cada persona llamada a reflejar la gloria del Señor17 de una manera única e irrepetible, no se queda en el ser, sino que está indesligablemente unida a un quehacer, a una obra, a una misión concreta y personal. María, que es la Inmaculada, la llena de gracia, la sierva del Señor, tiene, como enseña el Santo Padre, «un lugar preciso en el plan de la salvación», una «presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia»18. Al igual que Ella todos los cristianos tienen, junto a su vocación a la santidad, una misión a cumplir: «Cada ser humano, junto a esta vocación que venimos llamando “fundamental” tiene también, por designio divino, un llamado a realizar en este terreno peregrinar una misión propia. Así, el horizonte de la vocación pasa a una especificidad más individual con el llamado personal a una misión concreta, cuya huella lleva en su mismidad, según la divina Providencia»19.
II. El Bautismo y la vocación a la santidad
La vida cristiana que proviene del Bautismo incluye pues tanto la vocación del cristiano a participar plenamente de esa vida en su persona, como el llamado a cumplir una misión apostólica. Ahondaremos ahora en el primero de estos aspectos, que no es otro que la vocación de cada cristiano a vivir la plenitud de la santidad.
A. La vocación a la santidad
El Papa Juan Pablo II afirma en la Christifideles laici que «la vocación a la santidad hunde sus raíces en el Bautismo»20, señalando que esa vocación, que debe ser considerada «como un signo luminoso del infinito amor del Padre que les ha regenerado a su vida de santidad» es «una componente esencial e inseparable de la nueva vida bautismal, y, en consecuencia, un elemento constitutivo de su dignidad»21. El Santo Padre recoge así la enseñanza del Concilio Vaticano II, el cual, al recordar al Pueblo de Dios la universal vocación a la santidad, la fundamentaba precisamente en la consagración bautismal: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron»22.
En el texto conciliar la santidad aparece en primer lugar como un hecho: los cristianos son ya «realmente santos» por el Bautismo. Hay un fundamento ontológico de santidad, en el cual se basa el desarrollo de la santidad del cristiano: la vida nueva en el Señor que le ha sido conferida al bautizado por su participación sacramental en el acto reconciliador del Señor Jesús. El Catecismo ahonda en esta realidad subrayando la radical novedad de la condición del bautizado: «El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito “una nueva creación” (2Cor 5,17), un hijo adoptivo de Dios (ver Gál 4,5-7) que ha sido hecho “partícipe de la naturaleza divina” (2Pe 1,4), miembro de Cristo (ver 1Cor 6,15; 12,27), coheredero con Él (Rom 8,17) y templo del Espíritu Santo (ver 1Cor 6,19)»23.
Pero el Concilio no se queda en afirmar que la santidad es ya real en los bautizados. También nos dice que «es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron».. La vida cristiana acogida en el Bautismo constituye un principio dinámico de crecimiento, que no ha alcanzado todavía la plenitud. En realidad, toda la existencia cristiana es despliegue de la novedad cristiana acogida en el Bautismo, como lo señala la Christifideles laici con respecto a los laicos: «No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios»24.
Los obispos latinoamericanos en Medellín enseñaron por eso que «por el Bautismo el cristiano inició su configuración con Cristo que luego, por la acción de Dios y la fidelidad del hombre, ha de ir creciendo hasta llegar a la edad perfecta de la plenitud de Cristo»25. El esfuerzo del hombre por responder con fidelidad parte de la conciencia del don inmenso del Bautismo, es decir, del misterio de haber muerto a la muerte para nacer a la vida nueva en el Señor Jesús. Esta conciencia lleva al cristiano a descubrir que la semilla de vida que ha sido depositada en su corazón debe madurar por la gracia y por la fe.
Si el don del Bautismo es como una semilla de vida llamada a crecer y exige un esfuerzo de cooperación, también lo exige la presencia, aun después del Bautismo, de las consecuencias del pecado: «En el bautizado permanecen ciertas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades inherentes a la vida como las debilidades de carácter, etc., así como una inclinación al pecado que la Tradición llama concupiscencia, o “fomes peccati”: “La concupiscencia, dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y la resisten con coraje por la gracia de Jesucristo. Antes bien ‘el que legítimamente luchare, será coronado’ (2Tim 2,5)” (CC. de Trento: DS 1515)»26.
El desarrollo del don de la vida cristiana recibido por el Bautismo supone pues un esfuerzo consciente de lucha y combate, como lo sugieren las esperanzadoras palabras del Concilio de Trento que cita el Catecismo. Este combate requiere de una cooperación activa con la gracia recibida. No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos (ver Mt 7,21), sino aquel que cumple con el designio divino. No basta con ser bautizado, sino que es necesario abrirse al dinamismo del Bautismo para, cooperando con la gracia recibida, irse transformando cada vez más, «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13), en cuya muerte hemos participado para nacer a la nueva vida.
B. La dinámica bautismal
La dinámica fundamental de ese camino de combate interior y cooperación que conduce al despliegue del don de la vida de gracia, y al progresivo vencimiento de la concupiscencia, viene señalada también por la naturaleza misma del Bautismo: se trata del paso de la muerte del pecado a la vida nueva en el Señor Jesús.
El Papa Juan Pablo II enseña que mediante el Bautismo «Jesús une al bautizado con su muerte para unirlo a su resurrección (ver Rom 6,3-5); lo despoja del “hombre viejo” y lo reviste del “hombre nuevo”, es decir, de Sí mismo»27. Nuevamente, se trata ante todo de una realidad objetiva, presente ya en el bautizado por la misma recepción del sacramento. Pero esa realidad ontológica ha de ir haciéndose vida concreta en la vida espiritual del cristiano.
Esto implica asumir en la propia vida un doble dinamismo por el cual nos vamos asemejando cada vez más al Señor Jesús: despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo. Ambos procesos son simultáneos y complementarios. Por un lado, ir rompiendo con el pecado, con los conflictos y rupturas en todas las dimensiones de nuestro ser, y sobre todo con la mentira, que nos hace esclavos de las concupiscencias del poder, el tener y el placer (ver 1Jn 2,16). Por el otro, ir revistiéndonos del hombre nuevo, acogiendo la gracia divina que el Padre derrama en nuestros corazones por el Espíritu Santo, para irnos asemejando cada vez más al Señor Jesús y poder repetir con el Apóstol: «es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
Ese camino progresivo de conformación con el Señor Jesús no es otro que el camino de crecimiento en la fe, como se puede deducir —una vez más— del sacramento del Bautismo.
C. El camino de la fe
En efecto, como enseña el Catecismo, «el Bautismo es el sacramento de la fe». «La fe que se requiere para el Bautismo —añade— no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse»28. Por ello, «en todos los bautizados, niños o adultos, la fe debe crecer después del Bautismo». Esto lo manifiesta el hecho de que «la Iglesia celebra cada año en la noche pascual la renovación de las promesas del Bautismo»29. La fe debe pues renovarse y aumentar cada día: «¡Creo, ven en ayuda de mi poca fe!» (Mc 9,24).
La fe, «garantía de lo que se espera; prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11,1) es, como enseña San Juan de la Cruz, medio proporcionado de unión con Dios30 y, como tal, principio dinámico de la maduración cristiana. Todo el proceso de crecimiento de la vida cristiana ha de entenderse como un desarrollo de la fe, que en la esperanza conduce hacia la plenitud de la caridad.
Esa exigencia de crecimiento en la fe se manifiesta en primer término como una exigencia de integralidad. Se trata de vivir una fe que abarque todas las dimensiones del ser humano: su mente, su corazón y su acción. La fe —enseña el Santo Padre en la Veritatis splendor— «no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero, una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (ver Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (ver Gál 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos»31.
Para que la fe se haga integral debe ir creciendo, hasta ir transformando a la persona en toda su realidad. Para ello es necesario un esfuerzo consciente y sistemático por ir abriéndose y respondiendo al dinamismo transformante de la fe. Un testimonio claro de esta dinámica es la llamada “Dirección de San Pedro” que el Espíritu inspiró al Apóstol en su segunda carta: «Poned el mayor empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la tenacidad, a la tenacidad la piedad, a la piedad el amor fraterno, al amor fraterno la caridad» (2Pe 1,5b-7).
No basta con la fe inicial. San Pedro nos enseña que a ella hay que añadir progresivamente —poniendo «el mayor empeño» (2Pe 1,10)— todas las demás virtudes que va enumerando en una cadena que concluye con la consumación en la caridad. Se trata de una dinámica de cooperación activa, para no quedarse «inactivos ni estériles para el conocimiento perfecto de nuestro Señor Jesucristo» (2Pe 1,8). Caminando por esa senda, la fe irá desplegándose en la vivencia de las otras dos virtudes teologales. La fe es el fundamento sobre el cual se asientan la esperanza y la caridad, pero al mismo tiempo sin la esperanza, que sostiene el esfuerzo de crecimiento, y la caridad, que es la plenitud hacia la que tiende la vida cristiana, la fe queda vacía (ver 1Cor 13,2).
Este camino de crecimiento de la fe tiene como fundamento el Bautismo. La huella ontológica de la incorporación a Jesucristo ordena todos los dinamismos de la naturaleza humana hacia la vida cristiana. Por eso el camino de la fe es también de alguna manera el camino del encuentro con uno mismo: el bautizado ha sido renovado radicalmente, y es una nueva creación, participa de la naturaleza divina como hijo adoptivo de Dios y miembro de Cristo y es templo del Espíritu Santo. Además, recibe la gracia santificante, que le permite vivir las virtudes teologales y acoger los dones del Espíritu Santo32 que lo sostienen en el caminar.
En esta definición se pueden distinguir tres elementos fundamentales. En el punto anterior nos hemos referido ya a un aspecto del primero, según el cual el Bautismo es «el fundamento de toda la vida cristiana». El Catecismo añade, precisando los alcances de esta afirmación, que es «el pórtico de la vida en el espíritu y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos». Toda la vida espiritual y la participación de la vida sacramental dependen del Bautismo.
En segundo lugar, el Catecismo indica que «por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios». El Bautismo da lugar a la vida nueva en el Señor Jesús. Ésta es la vocación del cristiano que tiene su raíz en el Bautismo: la filiación divina que recibe al ser liberado del pecado, y que debe hacerse vida concreta con su cooperación. Todas las vocaciones específicas a las que el Señor llama son participación de esta vocación a ser regenerados en el Hijo, el «Hombre nuevo», cuya gloria se manifiesta en cada cristiano de una manera única e irrepetible.
Esta vida nueva no es únicamente una transformación interior, sino que está ligada a la “obra” que cada fiel está llamado a realizar. Por eso, en tercer lugar, el Catecismo señala que por el Bautismo «llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión». El Bautismo, pues, hace al cristiano partícipe de la misión del Pueblo de Dios de ir por todo el mundo y proclamar la Buena Nueva a toda la creación (ver Mc 16,15).
La misión depende, como indica el Catecismo, de la incorporación a la Iglesia, que es uno de los efectos del Bautismo. De esta incorporación brota también una ineludible exigencia de comunión, que nace de la misma naturaleza del Bautismo: «Como la Iglesia es la comunión entre todos aquellos que profesan la única fe y viven en la caridad, la obligación primaria que brota del Bautismo es la de conservar la comunión con la misma Iglesia11 y con Dios»12.
La figura del cuerpo que el Espíritu inspira a San Pablo para expresar la realidad de la Iglesia ilumina ambas dimensiones de la comunión. Expresa por un lado la unidad de todos los miembros del cuerpo con la Cabeza que es el Señor, de quien todos reciben la vida. Participamos de la vida cristiana como miembros de la Iglesia, en la medida en que permanecemos unidos «a la Cabeza, de la cual todo el Cuerpo, por medio de junturas y ligamentos, recibe nutrición y cohesión, para realizar su crecimiento en Dios» (Col 2,19). La figura del cuerpo expresa también la unidad en la pluralidad de servicios que están llamados a desempeñar los cristianos en la Iglesia: «Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros» (Rom 12,4-5). La unidad del cuerpo se fortalece cuando cada uno construye la comunión, acogiendo la reconciliación en la vida personal y comunitaria, y entregándose generosamente al «ministerio de la reconciliación», que se nos ha confiado en el Bautismo: «Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación» (2Cor 5,18). Esta unidad tiene su fundamento en la gracia bautismal: «El Bautismo constituye el fundamento de la comunión entre todos los cristianos, ...“constituye un vínculo sacramental de unidad, vigente entre los que han sido regenerados por él”13»14.
C. La vida cristiana
Esta plenitud de la unidad y la comunión tiende a la perfección de la caridad, que es la esencia de la vida cristiana. Por el Bautismo, como nos recuerda el Concilio, «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»15.. El Bautismo es, así, el «fundamento de la existencia cristiana»16.. Esta vida cristiana que los hijos de la Iglesia acogen por el Bautismo es la única vida verdaderamente humana: «Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida» (1Jn 5,11-12).
Para comprender la transformación de la existencia humana que significa esta vida cristiana, la Iglesia ha mirado siempre a María, la primera en recibir en sí los frutos de la reconciliación. Ella es paradigma de esa vida de la que los cristianos participamos por el Bautismo. Manifiesta en su propio ser indiviso la plenitud de vida que se da en la comunión con la Trinidad creadora, que es la fuente de la reconciliación con uno mismo, con los demás y con toda la creación. La vocación a la vida cristiana, que María acoge plenamente, se manifiesta en Ella precisamente como la coronación y la plenitud de la vocación a la vida humana, y por lo tanto como la verdadera vida humana, vida reconciliada, existencia en la cual ha dado fruto la reconciliación que el Señor nos ha obtenido con su Encarnación, Muerte y Resurrección. En María se percibe claramente que la vida cristiana es la que se centra en el Señor Jesús, nutriéndose de Él, que ha venido para que tengamos vida y para que la tengamos en abundancia (ver Jn 10,10).
En Ella resulta claro también cómo la vocación a la vida cristiana, que alcanza una especificación particular en cada persona llamada a reflejar la gloria del Señor17 de una manera única e irrepetible, no se queda en el ser, sino que está indesligablemente unida a un quehacer, a una obra, a una misión concreta y personal. María, que es la Inmaculada, la llena de gracia, la sierva del Señor, tiene, como enseña el Santo Padre, «un lugar preciso en el plan de la salvación», una «presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia»18. Al igual que Ella todos los cristianos tienen, junto a su vocación a la santidad, una misión a cumplir: «Cada ser humano, junto a esta vocación que venimos llamando “fundamental” tiene también, por designio divino, un llamado a realizar en este terreno peregrinar una misión propia. Así, el horizonte de la vocación pasa a una especificidad más individual con el llamado personal a una misión concreta, cuya huella lleva en su mismidad, según la divina Providencia»19.
II. El Bautismo y la vocación a la santidad
La vida cristiana que proviene del Bautismo incluye pues tanto la vocación del cristiano a participar plenamente de esa vida en su persona, como el llamado a cumplir una misión apostólica. Ahondaremos ahora en el primero de estos aspectos, que no es otro que la vocación de cada cristiano a vivir la plenitud de la santidad.
A. La vocación a la santidad
El Papa Juan Pablo II afirma en la Christifideles laici que «la vocación a la santidad hunde sus raíces en el Bautismo»20, señalando que esa vocación, que debe ser considerada «como un signo luminoso del infinito amor del Padre que les ha regenerado a su vida de santidad» es «una componente esencial e inseparable de la nueva vida bautismal, y, en consecuencia, un elemento constitutivo de su dignidad»21. El Santo Padre recoge así la enseñanza del Concilio Vaticano II, el cual, al recordar al Pueblo de Dios la universal vocación a la santidad, la fundamentaba precisamente en la consagración bautismal: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron»22.
En el texto conciliar la santidad aparece en primer lugar como un hecho: los cristianos son ya «realmente santos» por el Bautismo. Hay un fundamento ontológico de santidad, en el cual se basa el desarrollo de la santidad del cristiano: la vida nueva en el Señor que le ha sido conferida al bautizado por su participación sacramental en el acto reconciliador del Señor Jesús. El Catecismo ahonda en esta realidad subrayando la radical novedad de la condición del bautizado: «El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito “una nueva creación” (2Cor 5,17), un hijo adoptivo de Dios (ver Gál 4,5-7) que ha sido hecho “partícipe de la naturaleza divina” (2Pe 1,4), miembro de Cristo (ver 1Cor 6,15; 12,27), coheredero con Él (Rom 8,17) y templo del Espíritu Santo (ver 1Cor 6,19)»23.
Pero el Concilio no se queda en afirmar que la santidad es ya real en los bautizados. También nos dice que «es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron».. La vida cristiana acogida en el Bautismo constituye un principio dinámico de crecimiento, que no ha alcanzado todavía la plenitud. En realidad, toda la existencia cristiana es despliegue de la novedad cristiana acogida en el Bautismo, como lo señala la Christifideles laici con respecto a los laicos: «No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios»24.
Los obispos latinoamericanos en Medellín enseñaron por eso que «por el Bautismo el cristiano inició su configuración con Cristo que luego, por la acción de Dios y la fidelidad del hombre, ha de ir creciendo hasta llegar a la edad perfecta de la plenitud de Cristo»25. El esfuerzo del hombre por responder con fidelidad parte de la conciencia del don inmenso del Bautismo, es decir, del misterio de haber muerto a la muerte para nacer a la vida nueva en el Señor Jesús. Esta conciencia lleva al cristiano a descubrir que la semilla de vida que ha sido depositada en su corazón debe madurar por la gracia y por la fe.
Si el don del Bautismo es como una semilla de vida llamada a crecer y exige un esfuerzo de cooperación, también lo exige la presencia, aun después del Bautismo, de las consecuencias del pecado: «En el bautizado permanecen ciertas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades inherentes a la vida como las debilidades de carácter, etc., así como una inclinación al pecado que la Tradición llama concupiscencia, o “fomes peccati”: “La concupiscencia, dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y la resisten con coraje por la gracia de Jesucristo. Antes bien ‘el que legítimamente luchare, será coronado’ (2Tim 2,5)” (CC. de Trento: DS 1515)»26.
El desarrollo del don de la vida cristiana recibido por el Bautismo supone pues un esfuerzo consciente de lucha y combate, como lo sugieren las esperanzadoras palabras del Concilio de Trento que cita el Catecismo. Este combate requiere de una cooperación activa con la gracia recibida. No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos (ver Mt 7,21), sino aquel que cumple con el designio divino. No basta con ser bautizado, sino que es necesario abrirse al dinamismo del Bautismo para, cooperando con la gracia recibida, irse transformando cada vez más, «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13), en cuya muerte hemos participado para nacer a la nueva vida.
B. La dinámica bautismal
La dinámica fundamental de ese camino de combate interior y cooperación que conduce al despliegue del don de la vida de gracia, y al progresivo vencimiento de la concupiscencia, viene señalada también por la naturaleza misma del Bautismo: se trata del paso de la muerte del pecado a la vida nueva en el Señor Jesús.
El Papa Juan Pablo II enseña que mediante el Bautismo «Jesús une al bautizado con su muerte para unirlo a su resurrección (ver Rom 6,3-5); lo despoja del “hombre viejo” y lo reviste del “hombre nuevo”, es decir, de Sí mismo»27. Nuevamente, se trata ante todo de una realidad objetiva, presente ya en el bautizado por la misma recepción del sacramento. Pero esa realidad ontológica ha de ir haciéndose vida concreta en la vida espiritual del cristiano.
Esto implica asumir en la propia vida un doble dinamismo por el cual nos vamos asemejando cada vez más al Señor Jesús: despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo. Ambos procesos son simultáneos y complementarios. Por un lado, ir rompiendo con el pecado, con los conflictos y rupturas en todas las dimensiones de nuestro ser, y sobre todo con la mentira, que nos hace esclavos de las concupiscencias del poder, el tener y el placer (ver 1Jn 2,16). Por el otro, ir revistiéndonos del hombre nuevo, acogiendo la gracia divina que el Padre derrama en nuestros corazones por el Espíritu Santo, para irnos asemejando cada vez más al Señor Jesús y poder repetir con el Apóstol: «es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
Ese camino progresivo de conformación con el Señor Jesús no es otro que el camino de crecimiento en la fe, como se puede deducir —una vez más— del sacramento del Bautismo.
C. El camino de la fe
En efecto, como enseña el Catecismo, «el Bautismo es el sacramento de la fe». «La fe que se requiere para el Bautismo —añade— no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse»28. Por ello, «en todos los bautizados, niños o adultos, la fe debe crecer después del Bautismo». Esto lo manifiesta el hecho de que «la Iglesia celebra cada año en la noche pascual la renovación de las promesas del Bautismo»29. La fe debe pues renovarse y aumentar cada día: «¡Creo, ven en ayuda de mi poca fe!» (Mc 9,24).
La fe, «garantía de lo que se espera; prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11,1) es, como enseña San Juan de la Cruz, medio proporcionado de unión con Dios30 y, como tal, principio dinámico de la maduración cristiana. Todo el proceso de crecimiento de la vida cristiana ha de entenderse como un desarrollo de la fe, que en la esperanza conduce hacia la plenitud de la caridad.
Esa exigencia de crecimiento en la fe se manifiesta en primer término como una exigencia de integralidad. Se trata de vivir una fe que abarque todas las dimensiones del ser humano: su mente, su corazón y su acción. La fe —enseña el Santo Padre en la Veritatis splendor— «no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero, una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (ver Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (ver Gál 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos»31.
Para que la fe se haga integral debe ir creciendo, hasta ir transformando a la persona en toda su realidad. Para ello es necesario un esfuerzo consciente y sistemático por ir abriéndose y respondiendo al dinamismo transformante de la fe. Un testimonio claro de esta dinámica es la llamada “Dirección de San Pedro” que el Espíritu inspiró al Apóstol en su segunda carta: «Poned el mayor empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la tenacidad, a la tenacidad la piedad, a la piedad el amor fraterno, al amor fraterno la caridad» (2Pe 1,5b-7).
No basta con la fe inicial. San Pedro nos enseña que a ella hay que añadir progresivamente —poniendo «el mayor empeño» (2Pe 1,10)— todas las demás virtudes que va enumerando en una cadena que concluye con la consumación en la caridad. Se trata de una dinámica de cooperación activa, para no quedarse «inactivos ni estériles para el conocimiento perfecto de nuestro Señor Jesucristo» (2Pe 1,8). Caminando por esa senda, la fe irá desplegándose en la vivencia de las otras dos virtudes teologales. La fe es el fundamento sobre el cual se asientan la esperanza y la caridad, pero al mismo tiempo sin la esperanza, que sostiene el esfuerzo de crecimiento, y la caridad, que es la plenitud hacia la que tiende la vida cristiana, la fe queda vacía (ver 1Cor 13,2).
Este camino de crecimiento de la fe tiene como fundamento el Bautismo. La huella ontológica de la incorporación a Jesucristo ordena todos los dinamismos de la naturaleza humana hacia la vida cristiana. Por eso el camino de la fe es también de alguna manera el camino del encuentro con uno mismo: el bautizado ha sido renovado radicalmente, y es una nueva creación, participa de la naturaleza divina como hijo adoptivo de Dios y miembro de Cristo y es templo del Espíritu Santo. Además, recibe la gracia santificante, que le permite vivir las virtudes teologales y acoger los dones del Espíritu Santo32 que lo sostienen en el caminar.
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