Citas
Ap 7,2-4.9-14: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9addk2g.htm
www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9an4s3g.htm
1Jn 3,1-3: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abr2tc.htm
Mt 5,1-12a: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abttke.htm
La liturgia de hoy comienza con la exhortación “Alegrémonos todos en el Señor” (Ant. entr.) La liturgia nos invita a compartir la alegría celestial de los santos, a saborear la alegría. Contemplamos el misterio de la comunón de los santos del cielo y de la tierra. No estamos solos, sino que nos encontramos rodeados por un gran ejército de testigos: con ellos formamos el Cuerpo de Cristo, con ellos somos hijos de Dios, con ellos hemos sido hechos santos por el Espíritu Santo. El glorioso elenco de los santos intercede por nosotros delante del Señor, nos acompaña en nuestro caminar, nos estimula a tener fija la mirada en el Señor Jesús, que vendrá en su gloria en medio de sus santos. ¡A esta alegría nos invita la liturgia!
La Iglesia celebra su dignidad de Madre de los santos. Es en ellos donde la Iglesia reconoce sus rasgos característicos y es en ellos donde saborea su más profunda alegría. El Apocalipsis los describe como “una inmensa multitud que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9). Los santos no son, pues, una casta exigua, sino una multitud innumerable, hacia la cual la Iglesia nos exhorta a levantar la mirada. En esa multitud no se encuentran solamente los santos oficialmente reconocidos, sino los bautizados de toda época y nación, que han buscado cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De la gran mayoría no conocemos sus rostros y ni siquiera sus nombres, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios. Este pueblo abarca a los santos del Antiguo Testamento, partiendo del justo Abel y del patriarca Abraham; a los del Nuevo Testamento; a los numerosos mártires de los comienzo del cristianismo, y los beatos y santos de los siglos sucesicos, hasta los testigos de Cristo de nuestra época. Los une a todos la alegría y el gozo de ser amigos de Dios.
¿Cómo podemos ser santos y amigos de Dios? La santidad es, antes que nada, un don de Dios. El apóstol Juan escribe: “Mirad qué amor tan grande: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! (1 Jn 3, 1). Es Dios, pues, quien nos ha amado primero y en Jesucristo nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor: ¿cómo quedarnos indiferentes delante de un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos reconocidos? En Cristo se nos ha dado Él mismo y nos llama a una relación personal y profunda con Él. Por tanto, cuanto más imitemos a Jesús y más estemos unidos a Él, tanto más entraremos em el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por Él infinitamente, y esto nos empuja, a su vez, a amar a los hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a uno mismo, el “perderse a sí mismo”, y es esto lo que nos hace felices.
Es necesario, pues, seguir a Cristo, como Él mismo nos lo indica: “Si alguien me sirve, que me siga, y donde yo estoy allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, el Padre le honrará” (Jn 12, 26). Quien se fía de Él y lo ama con sinceridad, acepta, como el grano de trigo sepultado en la tierra, morir a sí msmo. La experiencia de la Iglesia demuestra que cualquier forma de santidad, aun siguiendo huellas diferentes, pasa siempre por el camino de preferir al Señor antes que a uno mismo. Las biografías de los santos muestran a hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, a veces afrontaron pruebas, persecuciones y martirio. Perseveraron en su empeño, “son los que vienen de la gran tribulación –se lee en el Apocalipsis-, los que han lavado sus túnicas y las han blanqueado con la sangre del Cordero” (Ap 7, 14). El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo para seguir las mismas huellas y experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza y de infelicidad para el hombre es vivir lejos de Él.
En el Evangelio proclamado en esta espléndida Solemnidad, Jesús dice: “Bienaventurados los pobres de espíritu, bienaventurados los que lloran, los mansos, bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, bienaventurados los limpios de corazón, los pacíficos, los perseguidos a causa de la justicia” (cfr. Mt 5, 3-10). En realidad, el Bienaventurado por excelencia es solamente Él, Jesús. Es Él el verdadero pobre de espíritu, el afligido, el manso, el hambriento y el perseguido por la justicia, el misericordioso, el limpio de corazón, el que trabaja por la paz; es Él el perseguido a causa de la justicia. Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y expresan el misterio de su persona. En la medida en que acogemos su propuesta y nos ponemos a seguirlo –cada uno en sus circunstancias- también podemos participar de su bienaventuranza y ser realmente “amigos”. Con Él, lo imposible se hace posible y hasta “un camello pasa por el ojo de una aguja” (cfr Mc 10, 25). Con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a “ser perfectos como es perfecto el Padre celestial” (cfr. Mt 5, 48).
Este es el significado de la solemnidad de hoy. Mirando el ejemplo luminoso de los santos, despertar en nosotros el deseo grande de ser como los santos: felices de vivir junto a Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir en la cercanía de Dios, vivir en su familia.
Nos adentramos ahora en el corazón de la Celebración eucarística. Dentro de poco, Cristo se hará presente de la manera más alta. Cristo, verdadera Vid, a la cual, como los sarmientos, están unidos los fieles que habitan la tierra y los santos del cielo. Por lo tanto, más estrecha será la comunión de la Iglesia que peregrina en el mundo con la Iglesia triunfante en la gloria. En el Prefacio proclamaremos que los santos son para nosotros amigos y modelos de vida. Vamos a invocarlos para que nos ayuden a imitarlos y empeñémonos en responder con generosidad, como ellos lo hicieron, a la llamada divina. Invoquemos especialmente a María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Que ella, la Toda Santa, nos haga fieles discípulos de sus Hijo Jesucristo.