domingo, 6 de marzo de 2011

Alocución de Mons. Aguer en Claves para un mundo mejor


La Conferencia Episcopal Argentina ha señalado el año 2011 como “Año de la Vida”, es decir un periodo particularmente dedicado a profundizar en nuestra conciencia acerca de la dignidad y el valor de la vida humana en toda circunstancia desde la concepción hasta la muerte natural.
Esto significa que no solamente debemos proclamar el valor de la vida sino que también debemos señalar los peligros que la acechan y los delitos que pueden cometerse contra ella.
Es una tradición del pensamiento cristiano que no solamente hay que exponer la verdad también hay que identificar y refutar los errores. Por eso hablando de la vida tenemos que pensar también como se ha ido eclipsando el sentido auténtico de la vida humana.
Lo ha señalado nuevamente el Papa Benedicto XVI, el 26 de febrero pasado, en un discurso a la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de la Vida.
Es necesario, entonces, tener una clara conciencia de lo que significa el aborto, la eutanasia, la desnutrición infantil, la miseria en la que se ven hundidas tantas familias, las condiciones serviles de trabajo, el abandono y la angustia de la mujer embarazada que ha quedado sola, y tantas otras circunstancias terribles que amenazan la vida o vulneran la dignidad de la persona humana.
Hoy quisiera decirles algo acerca del aborto porque pareciera que no es “políticamente correcto” usar este nombre y señalar la gravedad de su malicia. Algunos piensan que deberíamos buscar otros modos de comunicar que sean más simpáticos; menos chocantes, presuntamente más positivos.
Por eso, me parece oportuno recordar lo que el Magisterio de la Iglesia enseña constantemente, y citar un pasaje de la Encíclica “El Evangelio de la Vida”, que Juan Pablo II publicó en 1995. Van a cumplirse 16 años el próximo 25 de marzo, solemnidad de la Encarnación del Señor y “Día del Niño por nacer”.
Dice el texto: “Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define junto con el infanticidio como crímenes nefandos.
Hoy, sin embargo –sigue diciendo Juan Pablo II-, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida.
Ante una situación tan grave se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: “ay los que llaman al mal bien y al bien mal, que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!”.
Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua como la de “interrupción del embarazo” que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas. El aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento (Evangelium Vital, 58).
¡Llamar a las cosas por su nombre!, dice el Papa. Es el lenguaje del Evangelio. Cuando es sí, decir sí, y cuando es no, decir no.
Así nos enseñó Jesús. Así ha procedido la Iglesia siempre, sobre todo respecto de esas realidades fundamentales, como los valores no negociables que enumeró Benedicto XVI, el primero de los cuales es el respeto y la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su fin natural. Podemos decir que la verdad natural y cristiana sobre la vida es como un vino exquisito y no hay que rebajarlo con soda…

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