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viernes, 30 de septiembre de 2011

Comunicado del arzobispo de Córdoba (Argentina)



Córdoba, 30 Set. 11 (AICA)


Mons. Carlos Ñáñez, arzobispo de Córdoba

El arzobispo de Córdoba, monseñor Carlos Ñáñez, manifestó su punto de vista frente a un artículo periodístico aparecido en un medio local sobre el caso de un seminarista que abusaba de menores de edad y dio indicios de estas conductas en el Seminario Arquidiocesano de Córdoba, en la época en que el prelado era sacerdote y se desempeñaba como rector de esa casa de formación sacerdotal.

El prelado aclaró, en un mensaje a la comunidad católica, que “conocidos los testimonios de los graves hechos que habían sucedido y con el parecer unánime de los formadores indiqué al seminarista aludido, que ya era diácono, que debía retirarse inmediatamente del Seminario Mayor de Córdoba”.

“En seguida comuniqué personalmente a las autoridades del obispado de Río Cuarto mi decisión y la del equipo de formadores del Seminario de Córdoba de despedir al diácono y los graves motivos que la causaron”, agregó.

Monseñor Ñáñez subrayó que “en su momento hice saber al obispo de Río Cuarto mis serios reparos con relación a la eventual ordenación presbiteral del diácono”.

Texto del comunicado
Ante todo quiero agradecer de corazón las expresiones de solidaridad y de cariño que sacerdotes, consagrados y consagradas, laicos y laicas me han manifestado y me han hecho llegar con ocasión de la difusión de noticias falsas que dicen en relación con mi persona y con mi ministerio como sacerdote cuando desempeñé las funciones de rector del Seminario Mayor de Córdoba.

Por ello y en relación a la nota aparecida en un medio local el domingo 25 de setiembre de 2011 deseo manifestar lo siguiente:

Conocidos los testimonios de los graves hechos que habían sucedido y con el parecer unánime de los formadores indiqué al seminarista aludido, que ya era diácono, que debía retirarse inmediatamente del Seminario Mayor de Córdoba.

En seguida comuniqué personalmente a las autoridades del obispado de Río Cuarto mi decisión y la del equipo de formadores del Seminario de Córdoba de despedir al diácono y los graves motivos que la causaron.

En su momento hice saber al obispo de Río Cuarto mis serios reparos con relación a la eventual ordenación presbiteral del diácono.

Cabe señalar que llevé adelante el proceso antes mencionado con suma discreción por respeto a las personas concernidas.

Confiando en la acogida favorable de cuanto expreso, los saludo cordialmente en el Señor Jesús y su Madre Santísima.
AICA

jueves, 29 de septiembre de 2011

Planimetría del gimnasio del Instituto Privado Diocesano "Gral. Manuel Belgrano"

Gracias a Dios prontamente el techado listo del futuro gimnasio del Instituto estará cerrado lateralmente gracias a un importante aporte del Ministerio de Educación de la Provincia de Córdoba que el pasado 8 de setiembre entregara el Sr. Ministro Walter Grahovac al Intendente Municipal para termir el cerramiento del SUM.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

El renovado Instituto "Gral. Manuel Belgrano" de Pozo del Molle

Mayólica de la patrona del Instituto Ntra. Sra. del Rosario de San Nicolás en la pared que da a la Iglesia parroquial


Entrada principal del Instituto, el último detalle que falta son los mármoles de umbrales de puerta principal y antepechos de ventanas

Toda vocación llamada de Dios para el bien del cuerpo de la Iglesia (Noveno día de Novena Patronal)



La vocación al servicio de la Iglesia comunión
Mensaje de Benedicto XVI para la XLVI Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones(29 de abril 2007 - IV Domingo de Pascua)

Venerados Hermanos en el Episcopado,queridos hermanos y hermanas:
La Jornada Mundial de Oración por las vocaciones de cada año ofrece una buena oportunidad para subrayar la importancia de las vocaciones en la vida y en la misión de la Iglesia, e intensificar la oración para que aumenten en número y en calidad. Para la próxima Jornada propongo a la atención de todo el pueblo de Dios este tema, nunca más actual: la vocación al servicio de la Iglesia comunión.

El año pasado, al comenzar un nuevo ciclo de catequesis en las Audiencias generales de los miércoles, dedicado a la relación entre Cristo y la Iglesia, señalé que la primera comunidad cristiana se constituyó, en su núcleo originario, cuando algunos pescadores de Galilea, habiendo encontrado a Jesús, se dejaron cautivar por su mirada, por su voz, y acogieron su apremiante invitación: “Síganme, los haré pescadores de hombres” (Mc 1, 17; cf Mt 4, 19). En realidad, Dios siempre ha escogido a algunas personas para colaborar de manera más directa con Él en la realización de su plan de salvación. En el Antiguo Testamento al comienzo llamó a Abrahán para formar “un gran pueblo” (Gn 12, 2), y luego a Moisés para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto (cf Ex 3, 10). Designó después a otros personajes, especialmente los profetas, para defender y mantener viva la alianza con su pueblo. En el Nuevo Testamento, Jesús, el Mesías prometido, invitó personalmente a los Apóstoles a estar con él (cf Mc 3, 14) y compartir su misión. En la Última Cena, confiándoles el encargo de perpetuar el memorial de su muerte y resurrección hasta su glorioso retorno al final de los tiempos, dirigió por ellos al Padre esta ardiente invocación: “Les he dado a conocer quién eres, y continuaré dándote a conocer, para que el amor con que me amaste pueda estar también en ellos, y yo mismo esté con ellos” (Jn 17, 26). La misión de la Iglesia se funda por tanto en una íntima y fiel comunión con Dios.

La Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II describe la Iglesia como “un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (n. 4), en el cual se refleja el misterio mismo de Dios. Esto comporta que en él se refleja el amor trinitario y, gracias a la obra del Espíritu Santo, todos sus miembros forman “un solo cuerpo y un solo espíritu” en Cristo. Sobre todo cuando se congrega para la Eucaristía ese pueblo, orgánicamente estructurado bajo la guía de sus Pastores, vive el misterio de la comunión con Dios y con los hermanos. La Eucaristía es el manantial de aquella unidad eclesial por la que Jesús oró en la vigilia de su pasión: “Padre… que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado” (Jn 17, 21). Esa intensa comunión favorece el florecimiento de generosas vocaciones para el servicio de la Iglesia: el corazón del creyente, lleno de amor divino, se ve empujado a dedicarse totalmente a la causa del Reino. Para promover vocaciones es por tanto importante una pastoral atenta al misterio de la Iglesia-comunión, porque quien vive en una comunidad eclesial concorde, corresponsable, atenta, aprende ciertamente con más facilidad a discernir la llamada del Señor. El cuidado de las vocaciones, exige por tanto una constante “educación” para escuchar la voz de Dios, como hizo Elí que ayudó al joven Samuel a captar lo que Dios le pedía y a realizarlo con prontitud (cf 1 Sam 3, 9). La escucha dócil y fiel sólo puede darse en un clima de íntima comunión con Dios. Que se realiza ante todo en la oración. Según el explícito mandato del Señor, hemos de implorar el don de la vocación en primer lugar rezando incansablemente y juntos al “dueño de la mies”. La invitación está en plural: “Rueguen por tanto al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38). Esta invitación del Señor se corresponde plenamente con el estilo del “Padrenuestro” (Mt 6, 9), oración que Él nos enseñó y que constituye una “síntesis del todo el Evangelio”, según la conocida expresión de Tertuliano (cf De Oratione, 1, 6: CCL 1, 258). En esta perspectiva es iluminadora también otra expresión de Jesús: “Si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre celestial” (Mt 18, 19). El buen Pastor nos invita pues a rezar al Padre celestial, a rezar unidos y con insistencia, para que Él envíe vocaciones al servicio de la Iglesia-comunión.

Recogiendo la experiencia pastoral de siglos pasados, el Concilio Vaticano II puso de manifiesto la importancia de educar a los futuros presbíteros en una auténtica comunión eclesial. Leemos a este propósito en Presbyterorum ordinis: “Los presbíteros, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo” (n. 6). Se hace eco de la afirmación del Concilio, la Exhortación apostólica post-sinodal Pastores dabo vobis, subrayando que el sacerdote “es servidor de la Iglesia comunión porque ‘unido al Obispo y en estrecha relación con el presbiterio’ construye la unidad de la comunidad eclesial en la armonía de las diversas vocaciones, carismas y servicios” (n. 16). Es indispensable que en el pueblo cristiano todo ministerio y carisma esté orientado hacia la plena comunión, y el obispo y los presbíteros han de favorecerla en armonía con toda otra vocación y servicio eclesial. Incluso la vida consagrada, por ejemplo, en su proprium está al servicio de esta comunión, como señala la Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata de mi venerado Predecesor Juan Pablo II: “La vida consagrada posee ciertamente el mérito de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad” (n. 41).

En el centro de toda comunidad cristiana está la Eucaristía, fuente y culmen de la vida de la Iglesia. Quien se pone al servicio del Evangelio, si vive de la Eucaristía, avanza en el amor a Dios y al prójimo y contribuye así a construir la Iglesia como comunión. Cabe afirmar que “el amor eucarístico” motiva y fundamenta la actividad vocacional de toda la Iglesia, porque como he escrito en la Encíclica Deus caritas est, las vocaciones al sacerdocio y a los otros ministerios y servicios florecen dentro del pueblo de Dios allí donde hay hombres en los cuales Cristo se vislumbra a través de su Palabra, en los sacramentos y especialmente en la Eucaristía. Y eso porque “en la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor” (n. 17).

Nos dirigimos, finalmente, a María, que animó la primera comunidad en la que “todos perseveraban unánimes en la oración” (cf Hch 1, 14) para que ayude a la Iglesia a ser en el mundo de hoy icono de la Trinidad, signo elocuente del amor divino a todos los hombres. La Virgen, que respondió con prontitud a la llamada del Padre diciendo: “Aquí está la esclava del Señor” (Lc 1, 38), interceda para que no falten en el pueblo cristiano servidores de la alegría divina: sacerdotes que, en comunión con sus Obispos, anuncien fielmente el Evangelio y celebren los sacramentos, cuidando al pueblo de Dios, y estén dispuestos a evangelizar a toda la humanidad. Que ella consiga que también en nuestro tiempo aumente el número de las personas consagradas, que vayan contracorriente, viviendo los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, y den testimonio profético de Cristo y de su mensaje liberador de salvación. Queridos hermanos y hermanas a los que el Señor llama a vocaciones particulares en la Iglesia, quiero encomendaros de manera especial a María, para que ella que comprendió mejor que nadie el sentido de las palabras de Jesús: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21), les enseñe a escuchar a su divino Hijo. Que les ayude a decir con la vida: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Heb 10, 7). Con estos deseos para cada uno, mi recuerdo especial en la oración y mi bendición de corazón para todos.



Vaticano, 10 febrero 2007

Benedicto XVI

La vocación al sacerdocio ministerial (Octavo día de Novena Patronal)



No se es sacerdote por voluntad personal de cada hombre, ni por la autoridad civil: es Dios quien llama. Quien toma la investidura sacerdotal sin ser llamado o ejerce según su antojo las funciones de mediador, es un intruso. Por eso se dice en Heb 5,4: Y nadie se toma este honor, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón.
Por ser mediador entre el cielo y la tierra, debe ser grato al cielo y a la tierra, en especial al cielo. Dos funciones realizan la adoración y la expiación: como adorador es el depositario del amor que los hombres deben ofrecer a Dios; como expiador reconcilia a los hombres con Dios, quitando de en medio, el pecado.
Jesucristo, Sacerdote de la Nueva Alianza, Sacerdote Único en el que se encarnará todo el Sacerdocio definitivo y eterno, anticipado en figura por el sacerdocio de la ley mosaica, debía ser llamado por Dios, con mayor razón que Aarón.
El Verbo se hizo carne para redimir, redime por su sacrificio y sacrifica por su Ser y sus funciones de Sacerdote. Encarnación y Sacerdocio, Sacrificio y Redención, están tan íntimamente unidos en Jesucristo que son absolutamente inseparables.
Este llamado se identifica con su filiación divina y es exigencia de su legación divina.
Por eso nos dice el autor de la Carta a los Hebreos: Cristo no se exaltó a Sí mismo en hacerse Sumo Sacerdote, sino Aquel que le dijo:«Mi Hijo eres Tú, hoy te he engendrado» (5,5).
Es llamado a ser Sacerdote eterno –sin suceder a nadie y sin sucesor–, instituido extraordinariamente: Lo juró el Señor y no se arrepentirá:«Tú eres sacerdote para siempre» (Heb 7,21).
La significación etimológica de «sacerdote» es, en hebreo: «Hombre que está de pie». Así, está Cristo orando al Padre, ofreciendo su sacrificio, como Mediador de los hombres ante Dios. Así, también, debe estar el sacerdote secundario.

El hombre no sólo debe ser llamado, también debe ser consagrado sacerdote.
Es la investidura pública que le capacita para ofrecer sus oficios sagrados.
¿Cómo fue ordenado y consagrado sacerdote Jesucristo?
Por el puro hecho de la unión hipostática de su naturaleza humana con la Persona del Verbo. El Verbo es el Crisma substancial, porque es substancialmente Dios.
Al tocar la Humanidad de Cristo lo consagra Sacerdote Único, Sacerdote Substancial y Total, o sea, Sacerdote por su misma naturaleza y por su mismo ser. Al ponerse en contacto con la divinidad fue íntima y totalmente invadido por ella y por ella ungido en alma y cuerpo.
Por eso, en Lc 4,18 el mismo Señor dice: El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque Él me ungió; Él me envió a dar la Buena Nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos la liberación, y a los ciegos la vista, a poner en libertad a los oprimidos...El Espíritu Santo –«spiritualis unctio»– se compenetró –más que el aceite a los cuerpos más compactos– hasta hacer de Él una unción viva y substancial, no un hombre ungido, sino «El Ungido», ¡Cristo!
Más aún, por la consagración sacerdotal, Jesús –como dice Santo Tomás– es el Carácter por esencia («...character aeternus est ipse Christus...» ); por ello es Sacerdote esencial, constituido y consagrado –como tal– en la Encarnación.

Santidad suma.
Todos nosotros nacemos manchados. Cometemos muchos pecados, aun siendo sacerdotes, por eso decimos en la presentación de dones: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor Dios nuestro»; además del acto penitencial, del lavabo y del «no soy digno...». Jesucristo, no.
Él es la santidad esencial. La suma santidad creada, como hombre. Y tal Sumo Sacerdote nos convenía: santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y encumbrado sobre los cielos (Heb 7,26):
– «Santo»: ya lo había anunciado el ángel Gabriel a la Virgen.
– «Inocente»: más que Abel.
– «Inmaculado»: sin pecado original ni personal.
Por eso, no necesita diariamente, como los Sumos Sacerdotes, ofrecer víctimas, primero por sus propios pecados, y después por los del pueblo, porque esto lo hizo de una vez, ofreciéndose a sí mismo (Heb 7,27).

Inmortal .
No morirá jamás. Todos los otros sacerdotes tenían que renovarse sin cesar. Cristo no. Murió una vez para consumar su Sacrificio; pero tomó otra vez la vida para ofrecer su Sacrificio por toda la eternidad. «El sacrificio vespertino de su Pasión –dice San Agustín– se convirtió, por su Resurrección, en Sacrificio matutino y perdurable».
Hay dos tipos de sacerdocios: uno sujeto a la ley fatal de la muerte, otro, según la fuerza de una vida indestructible (Heb 7,16); por eso «ya no morirá más», es Sacerdote Eterno.

Según el orden de Melquisedec.
Es de una categoría única en la historia del sacerdocio. Es sacerdote nuevo, interrumpe y abroga el levítico. Como aquel rey de Salem, es Rey y Sacerdote al mismo tiempo. Como aquel rey de Salem, no tiene genealogía, porque no tiene padre según la generación humana, ni madre según la generación eterna. Como aquel rey de Salem, es rey de justicia, porque es Dios, y como sacerdote vino a establecer entre Dios y los hombres, pagando en justicia al Padre. Como aquel rey de Salem, ofreció pan y vino, en la Última Cena, en la que todo es nuevo, puesto que nuevo son:
– El sacerdocio;
– el sacrificio;
– la Alianza que se sella con su sangre;
– la Reconciliación;
– la Redención.
Ya no son simples figuras.


cfr. Job 1,5.

San Cipriano, Epis. 63,33: «Omnes portabat Christus, qui et peccata nostra portabat».

Santo Tomás de Aquino, STh, III, 63,3.

http://www.padrebuela.com.ar/




lunes, 5 de septiembre de 2011

Los institutos de vida contemplativa (Séptimo día de la Novena Patronal)



Santa Teresa de Jesús experimentaba gran alegría cuando veía una Iglesia más donde estuviera el Santísimo Sacramento. Un árbol necesita de la sabia interior que le de vida, por lo mismo la Iglesia cuenta con comunidades contemplativas dedicadas exclusivamente a la oración.

Me pregunto si efectivamente el mundo conoce la vida contemplativa; si en realidad, el mundo de hoy tiene conciencia de lo que significa, dentro de la Iglesia, la vida contemplativa...

Pero sería muy lamentable que quienes deben vivir, y viven, efectivamente, la vida contemplativa no la hayan penetrado hasta el fondo y no hayan calado profundamente su esencia y naturaleza más íntima. Porque una contemplativa vive con plenitud su vida a la luz de Dios, en la medida que tiene un conocimiento pleno de la esencia y de la naturaleza de la vida que ella prometió vivir a Dios y a la Iglesia.

Entendemos fácilmente qué cosa es la vida apostólica, y a todos nos interesa, pues sus efectos eficientísimos los palpamos de inmediato: están allí, a la vista.

Pero qué difícil es comprender la eficacia y la eficiencia de la vida contemplativa. Sus características la hacen, en cierta forma, una vida incomprendida, tan incomprendida, que muchos pensaron y soñaron que el Concilio había de ser la tumba de la vida contemplativa en la Iglesia.

Dato curioso, precisamente el Concilio se ocupó, en el Decreto Perfectae Caritatis, de la necesidad y grandeza de la vida contemplativa; y nos ha dejado un texto de lo más precioso, acabadísimo, muy completo, en sus líneas esenciales, y que canoniza definitivamente en la Iglesia de Dios, la necesidad y el valor de la vida contemplativa.

Indudablemente que las características de la vida contemplativa la hacen menos comprendida por la generalidad de las personas. La vida contemplativa tiende más a la oración que a la acción apostólica externa; busca más el ocultamiento que la exhibición. La vida contemplativa se entretiene en el trato con Dios, más que en la conversación con los hombres; se entrega con todas las veras de su ser a la penitencia y a la mortificación, más que a la técnica y al trabajo exterior. Es sencillamente, una Manifestación doble de dos matices de la vida de Jesús: LA ORACIÓN Y EL SACRIFICIO.

No todos podemos hacer todo en la Iglesia. La justificación de la vida contemplativa se encuentra en aquel texto maravilloso de San Pablo (Rm. 12,4), en el que nos habla de las distintas vocaciones que hay en el Cuerpo Místico de la Iglesia. Una de estas vocaciones es la que imita, de la vida de Jesús, la oración y el sacrificio.

Oración y sacrificio que, por otra parte, fueron la tónica y la impronta definitivas de la vida de Cristo, que vivió treinta años de vida contemplativa, para sólo tres de vida apostólica; y aún durante su vida apostólica dedicó grandes momentos a la contemplación: cuando huía de las gentes y se ocultaba en el silencio de los bosques; cuando se perdía mar adentro; cuando escabullía milagrosamente su persona a los hombres, para ponerse en contacto con el Padre. La oración y el sacrificio de que Jesús dio nota no sólo durante su existencia mortal, sino, lo que es más, en los momentos supremos de su vida: allí cuando ofreciendo definitivamente su vida al Padre, le dio a conocer que había cumplido todos sus deseos y expiró, dio su vida por nosotros... allí se realizó -como dice San Juan de la Cruz- y no en la hora de su predicación ni en la curación de los enfermos, ni en la multiplicación de los peces y de los panes, la suprema redención del hombre.

Es la oración de Jesús, es el sacrificio de Cristo los que realizan definitiva y complementariamente, la redención, la salvación y las gracias de santificación para el hombre.

Por otra parte, la vida contemplativa se justifica, porque Dios tiene derecho a elegirse almas para su exclusivo servicio; porque hay almas que buscan a Dios en forma absoluta y completa; porque hay almas para quienes serían insuficientes el reducido círculo de una acción apostólica, un número pequeño de almas, una sola especie de apostolado, sino que querrían la amplitud cósmica del mundo como geografía de su apostolado, el número total de los hombres y todas las especies posibles de apostolado. Buscan, sencillamente, cuando son sinceras y conscientes de su vocación, al Absoluto, de manera absoluta y para una acción absoluta, universal y cósmica. Así entiendo yo la vida contemplativa: La vida contemplativa la constituye la búsqueda del Absoluto, en forma la más absoluta y para una acción apostólica absoluta, la más absoluta y totalitaria. Por eso sus grandes objetivos son glorificar a Dios siempre y en cada momento, la obligación de ser santas en el más alto grado que puede concebirse en la tierra.... no tiene pretexto alguno para no serlo así. Salvar el mayor número de almas: no unas cuantas almas... ni aquí y allá, sino todas las almas en todo el espacio y el tiempo, para que así no quede una sola alma sobre la cual su acción de oración y sacrificio no llegue permanentemente.

Los contemplativos son, al mismo tiempo, testigos del misterio de Dios en un mundo materializado, en un mundo que sabe apreciar los valores de la materia y desprecia y subestima los valores del espíritu.

El contemplativo se levanta para decir al mundo que hay otros valores que valen más; el alma contemplativa se pone frente al mundo, para ser testigo de Dios que vive en el interior de su alma en cada uno de los días de su vida; la contemplativa está en el mundo para dar testimonio de la posibilidad de la vida en unión suprema con Dios.

Los medios de que se vale la contemplativa para lograr esta unión son claros: Fe profunda en Dios y en el misterio revelado; ilimitada confianza en la bondad del Señor y en los beneficios que derrama abundantemente, sobre las almas que se le confían; y amor inmenso en el más alto grado, en la llama de amor más viva y, por tanto, una vida profunda de continua oración. Y en la medida en que la contemplativa realiza este ideal, realiza su plan contemplativo; y en la medida en que no está a la altura de este ideal de oración y contemplación, falla en su finalidad y en sus objetivos.

Una vida de intenso sacrificio y de profundo amor a la cruz. Y, ¿esto para qué? Para poder realizar aquel aforismo de San Juan de la Cruz: “Amar a Dios es despojarse, por Dios, de todo lo que no es Dios”.

Para que sea cierto aquello que decía una gran contemplativa:”estar a solas con El sólo”. Para que, como dice otra contemplativa: “sea posible hablar el que no es con El que es”. Para que, finalmente, la vocación de cada contemplativa sea el amor y su lugar, el corazón de la Iglesia.

El Concilio nos ha dicho la verdad sobre la vida contemplativa y nos ha legado un documento preciosísimo que debe ser constante inspiración para las almas contemplativas: han adquirido un enorme compromiso con Dios, con la Iglesia y con el mundo.

Con Dios, porque -como dice el Concilio- deben ofrecerle “un eximio sacrificio de alabanzas”; porque deben entregarse a El en la soledad, en el silencio, en la oración constante y en la austera penitencia. Con la Iglesia, porque las contemplativas deben ocupar un lugar eminente en el Cuerpo Místico de Jesucristo; porque deben enriquecer al pueblo de Dios con frutos espléndidos de santidad; porque deben, con su ejemplo, mover al pueblo de Dios y “lo dilatan con misteriosa fecundidad apostólica.” fecundidad misteriosa, para los que hemos recibido el don de la vida contemplativa.

Pero, sobre todo, fecundidad misteriosa y -diría yo- dramática para las almas contemplativas que realizan su apostolado oscuro y silencioso desde el primero hasta el último día de su vida, sin saber a dónde van, sobre quiénes operan y con qué eficacia se realiza su obra maravillosa de apostolado.

El apostolado de la contemplativa, desconocido de los hombres, es el misterio profundo de la fecundidad misteriosa de la Iglesia. Y, así, las contemplativas que realizan plenamente su vocación “son el honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes”. Con el mundo, finalmente, porque ellas deben sentirse comprometidas a remediar los grandes problemas del mundo de hoy: hambre, enfermedad, incultura, injusticia social. Acaso dirá alguno que las contemplativas no están obligadas a prestar su colaboración espiritual en el orden del apostolado, al remedio de tan graves e ingentes necesidades del mundo de hoy. Esto no puede admitirse: la contemplativa, por propio espíritu, por su esencial consagración a Dios, por el profundo amor que debe sentir hacia sus hermanos, late al unísono con todas las exigencias, con todas las necesidades extremas, con las tremendas urgencias del mundo de hoy. Ellas, como los que están palpando, cara a cara, las grandes necesidades del mundo actual, viven también con el corazón angustiado, pidiendo al Señor, constantemente, que remedie tantas necesidades por las que atraviesa el mundo de nuestros días.








domingo, 4 de septiembre de 2011

"Insitutos religiosos, institutos seculares, sociedades de vida apostólica, y otros movimientos" (Sexto domingo de Novena Patronal)



La vida consagrada en la Iglesia Católica occidental se ve comprendida por tres tipos de asociaciones que están definidas objetivamente en la ley eclesiástica, y por tanto para poder formar parte de ellos deben cumplir los requisitos que la autoridad de la Iglesia les impone, ellos son de tres tipos:
Institutos Religiosos
Institutos Seculares
Sociedades de vida Apostólica
En los tres grupos puede que haya miembros masculinos o femeninos, con votos o no según la naturaleza de la sociedad, e incluso varones ordenados, o simplemente consagrados al servicio del mismo.
607 § 1. La vida religiosa, como consagración total de la persona, manifiesta el desposorio admirable establecido por Dios en la Iglesia, signo de la vida futura. De este modo el religioso consuma la plena donación de sí mismo como sacrificio ofrecido a Dios, por el que toda su existencia se hace culto continuo a Dios en la caridad.
§ 2. Un instituto religioso es una sociedad en la que los miembros, según el derecho propio, emiten votos públicos perpetuos, o temporales que han de renovarse sin embargo al vencer el plazo, y viven vida fraterna en común.
§ 3. El testimonio público que han de dar los religiosos a Cristo y a la Iglesia lleva consigo un apartamiento del mundo que sea propio del carácter y la finalidad de cada instituto.
710 Un instituto secular es un instituto de vida consagrada en el cual los fieles, viviendo en el mundo, aspiran a la perfección de la caridad, y se dedican a procurar la santificación del mundo sobre todo desde dentro de él.
711 Por su consagración un miembro de un instituto secular no modifica su propia condición canónica, clerical o laical, en el pueblo de Dios, observando las prescripciones del derecho relativas a los institutos de vida consagrada.
712 Sin perjuicio de las prescripciones de los cc. 598-601, las constituciones han de establecer los vínculos sagrados con los que se abrazan los consejos evangélicos en el instituto, y determinarán las obligaciones que nacen de esos vínculos, conservando sin embargo en el modo de vivir la secularidad propia del instituto.
731 § 1. A los institutos de vida consagrada se asemejan las sociedades de vida apostólica, cuyos miembros, sin votos religiosos, buscan el fin apostólico propio de la sociedad y, llevando vida fraterna en común, según el propio modo de vida, aspiran a la perfección de la caridad por la observancia de las constituciones.
§ 2. Entre éstas existen sociedades cuyos miembros abrazan los consejos evangélicos mediante un vínculo determinado por las constituciones.
Además de estos grupos que están sancionados en la ley eclesiástica, existen al día de hoy innumerables grupos de asociaciones de fieles que se consagran por entero a Dios, son los nuevos movimientos que impulsa el Espíritu Santo en la Iglesia, y es de tal diversidad, que no han sido reglamentados en la ley canónica, pero pensemos por ahora en los focolares, neocatecumenales, etc.

sábado, 3 de septiembre de 2011

La vocación a la vida consagrada y sus carismas (Quinto día de novena patronal)



A Patre ad Patrem: la iniciativa de Dios
17. La contemplación de la gloria del Señor Jesús en el icono de la Transfiguración revela a las personas consagradas ante todo al Padre, creador y dador de todo bien, que atrae a sí (cf. Jn 6, 44) una criatura suya con un amor especial para una misión especial. « Este es mi Hijo amado: escuchadle » (Mt 17, 5). Respondiendo a esta invitación acompañada de una atracción interior, la persona llamada se confía al amor de Dios que la quiere a su exclusivo servicio, y se consagra totalmente a Él y a su designio de salvación (cf. 1 Co 7, 32-34).
Este es el sentido de la vocación a la vida consagrada: una iniciativa enteramente del Padre (cf. Jn 15, 16), que exige de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva(28). La experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal punto íntima y fuerte que la persona experimenta que debe responder con la entrega incondicional de su vida, consagrando todo, presente y futuro, en sus manos. Precisamente por esto, siguiendo a santo Tomás, se puede comprender la identidad de la persona consagrada a partir de la totalidad de su entrega, equiparable a un auténtico holocausto(29).

Per Filium: siguiendo a Cristo
18. El Hijo, camino que conduce al Padre (cf. Jn 14, 6), llama a todos los que el Padre le ha dado (cf. Jn 17, 9) a un seguimiento que orienta su existencia. Pero a algunos —precisamente las personas consagradas— pide un compromiso total, que comporta el abandono de todas las cosas (cf. Mt 19, 27) para vivir en intimidad con Él(30) y seguirlo adonde vaya (cf. Ap 14, 4).
En la mirada de Cristo (cf. Mc 10, 21), «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), resplandor de la gloria del Padre (cf. Hb 1, 3), se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser(31). La persona, que se deja seducir por él, tiene que abandonar todo y seguirlo (cf. Mc 1, 16-20; 2, 14; 10, 21.28). Como Pablo, considera que todo lo demás es « pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús », ante el cual no duda en tener todas las cosas « por basura para ganar a Cristo » (Flp 3, 8). Su aspiración es identificarse con Él, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida. Este dejarlo todo y seguir al Señor (cf. Lc 18, 28) es un programa válido para todas las personas llamadas y para todos los tiempos.
Los consejos evangélicos, con los que Cristo invita a algunos a compartir su experiencia de virgen, pobre y obediente, exigen y manifiestan, en quien los acoge, el deseo explícito de una total conformación con Él. Viviendo «en obediencia, sin nada propio y en castidad»(32), los consagrados confiesan que Jesús es el Modelo en el que cada virtud alcanza la perfección. En efecto, su forma de vida casta, pobre y obediente, aparece como el modo más radical de vivir el Evangelio en esta tierra, un modo —se puede decir— divino, porque es abrazado por Él, Hombre-Dios, como expresión de su relación de Hijo Unigénito con el Padre y con el Espíritu Santo. Este es el motivo por el que en la tradición cristiana se ha hablado siempre de la excelencia objetiva de la vida consagrada.

No se puede negar, además, que la práctica de los consejos evangélicos sea un modo particularmente íntimo y fecundo de participar también en la misión de Cristo, siguiendo el ejemplo de María de Nazaret, primera discípula, la cual aceptó ponerse al servicio del plan divino en la donación total de sí misma. Toda misión comienza con la misma actitud manifestada por María en la anunciación: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38).

In Spiritu: consagrados por el Espíritu Santo
19. « Una nube luminosa los cubrió con su sombra » (Mt 17, 5). Una significativa interpretación espiritual de la Transfiguración ve en esta nube la imagen del Espíritu Santo(33).
Como toda la existencia cristiana, la llamada a la vida consagrada está también en íntima relación con la obra del Espíritu Santo. Es Él quien, a lo largo de los milenios, acerca siempre nuevas personas a percibir el atractivo de una opción tan comprometida. Bajo su acción reviven, en cierto modo, la experiencia del profeta Jeremías: « Me has seducido, Señor, y me dejé seducir » (20, 7). Es el Espíritu quien suscita el deseo de una respuesta plena; es Él quien guía el crecimiento de tal deseo, llevando a su madurez la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel realización; es Él quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión. Dejándose guiar por el Espíritu en un incesante camino de purificación, llegan a ser, día tras día, personas cristiformes, prolongación en la historia de una especial presencia del Señor resucitado.
Con intuición profunda, los Padres de la Iglesia han calificado este camino espiritual como filocalia, es decir, amor por la belleza divina, que es irradiación de la divina bondad. La persona, que por el poder del Espíritu Santo es conducida progresivamente a la plena configuración con Cristo, refleja en sí misma un rayo de la luz inaccesible y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente inagotable de la luz. De este modo la vida consagrada es una expresión particularmente profunda de la Iglesia Esposa, la cual, conducida por el Espíritu a reproducir en sí los rasgos del Esposo, se presenta ante Él resplandeciente, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada (cf. Ef 5, 27).
El Espíritu mismo, además, lejos de separar de la historia de los hombres las personas que el Padre ha llamado, las pone al servicio de los hermanos según las modalidades propias de su estado de vida, y las orienta a desarrollar tareas particulares, de acuerdo con las necesidades de la Iglesia y del mundo, por medio de los carismas particulares de cada Instituto. De aquí surgen las múltiples formas de vida consagrada, mediante las cuales la Iglesia «aparece también adornada con los diversos dones de sus hijos, como una esposa que se ha arreglado para su esposo (cf. Ap 21, 2)»(34) y es enriquecida con todos los medios para desarrollar su misión en el mundo.

(Fragmento de "Vita consecrata")

viernes, 2 de septiembre de 2011

La vocación laical o seglar como consagración del mundo a Dios: matrimonio (cuarto día de Novena Patronal)



"Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza. Ya que insertos por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. Se consagran como sacerdocio real y gente santa (1 Pe 2,4-10) para ofrecer hostias espirituales por medio de todas sus obras, y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo. La caridad, que es como el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los sacramentos, sobre todo de la eucaristía" (Apostolicam actuositatem 3).

"El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Los que recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al sagrado ministerio, por razón de su vocación particular, en tanto que los religiosos, por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad" (Lumen gentium 31).

"Los seglares, cuya vocación específica los coloca en el corazón del mundo y a la guía de las más variadas tareas temporales, deben ejercer por lo mismo una forma singular de evangelización. Su tarea primaria e inmediata no es la institución y desarrollo de la comunidad eclesial -esa es la específica función de los pastores- sino el poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas pero a la vez ya presentes y activas en las cosas del mundo. El campo de su actividad evangelizadora es el vasto y complejo mundo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento. Cuantos más seglares haya impregnados del evangelio, responsables de estas realidades y claramente comprometidos con ellas, competentes para promoverlas y conscientes de que es necesario desplegar su plena capacidad cristiana, tantas veces oculta y asfixiante, tanto más estas realidades -sin perder ni sacrificar nada de su coeficiente humano, al contrario, manifestando una dimensión trascendente, frecuentemente desconocida- estarán al servicio de la edificación del reino de Dios y, por consiguiente, de la salvación de Cristo Jesús" (Evangelii nuntiandi 70).

"La misión del laico encuentra su raíz y significación en su ser más profundo que el Concilio Vaticano II se preocupó de subrayar, en algunos de sus documentos: El bautismo y la confirmación lo incorporan a Cristo y lo hacen miembro de la Iglesia. Participa, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo y la ejerce en su condición propia; - la fidelidad y la coherencia con las riquezas y exigencias de su ser le dan su identidad de hombre de Iglesia en el corazón del mundo y de hombre del mundo en el corazón de la Iglesia. En efecto, el laico se ubica, por su vocación, en la Iglesia y en el mundo. Miembro de la Iglesia, fiel a Cristo, está comprometido en la construcción del Reino en su dimensión temporal. En profunda comunicación con sus hermanos laicos y con los pastores, en los cuales ve a sus maestros en la fe, el laico contribuye a construir la Iglesia como comunidad de fe, de oración, de caridad fraterna y lo hace por la catequesis, por la vida sacramental, por la ayuda a los hermanos. De allí la multiplicidad de formas de apostolado cada una de las cuales pone énfasis en alguno de los aspectos mencionados. Pero es en el mundo donde el laico encuentra su campo específico de acción. Por el testimonio de su vida, por su palabra oportuna y por su acción concreta, el laico tiene la responsabilidad de ordenar las realidades temporales para ponerlas al servicio de la instauración del reino de Dios" (Documento de Puebla 786-9).

"Precisamente para poder captar completa, adecuada y específicamente la condición eclesial del fiel laico es necesario profundizar en el alcance teológico del concepto de la índole secular a la luz del designio salvífico de Dios y del misterio de la Iglesia... Ciertamente, todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas. En particular, la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función que, según el Concilio, es propia y peculiar de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión índole secular... De este modo, el mundo se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. No han sido llamados a abandonar el lugar que ocupan en el mundo ... Mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico , manifiestan a Cristo ante los demás principalmente con el testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y caridad" (Christifideles laici 15).

jueves, 1 de septiembre de 2011

Vocaciones específicas: matrimonio y consagración (Tercer día de novena patronal)



La relación vocación y vocaciones configura el paso de la condición nueva en que se encuentra el creyente por la inserción en Cristo a través del bautismo a su vocación particular como respuesta adulta al don del Espíritu. Esto comprende la toma de conciencia del primado de Dios en la propia historia, la acogida del seguimiento de Cristo como significativo para la propia experiencia humana, la capacidad de relación dentro de una comunidad concreta reconociendo y estimando el don de los demás, la voluntad de hacer don de él en las múltiples direcciones del servicio, del apostolado y del testimonio del reino y, finalmente, la elección de un estado de vida que expresa un aspecto del misterio de Cristo de modo estable y definitivo, es aquí dónde hablamos de las vocaciones específicas, la matrimonial y la consagrada. Todo esto es posible a través del discernimiento espiritual del proyecto de Dios y la obediencia responsable a los deberes que se siguen.

Toda vocación, como elección definitiva y estable, se abre a una triple dimensión: en relación a Cristo toda llamada es signo; en relación a la Iglesia es carisma y ministerio; en relación al mundo es misión y testimonio del reino.

El reino constituye la condición nueva en que viene a encontrarse el creyente insertado en Cristo. Así como toda la comunidad eclesial es un sacramento, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (LG 1), del mismo modo toda vocación revela la dinámica profunda que la comunión trinitaria obra en la vida nueva del salvado: la acción misteriosa del Padre, del Hijo y del Espíritu como acontecimiento que hace ser en Cristo criaturas nuevas, modeladas según él. Toda llamada es un modo particular de revelar el misterio de Cristo (LG 46; Mutuae relationes, 6). La vocación cristiana como signo revela la grandeza de toda llamada como relación con Dios. No es iniciativa del hombre, sino respuesta al amor de Dios en Cristo por medio del Espíritu. Ser signos remite al valor constitutivo del amor de Cristo que se expresa en el lenguaje de gestos concretos y formas de vida significativas. La fidelidad vocacional radica en el misterio de Cristo para hacerse testimonio visible en medio de los hombres.

El En relación con la Iglesia la vocación es carisma y ministerio. Si el signo precisa el misterio de una relación singular con Cristo y el carácter de respuesta frente al amor de Dios, los carismas connotan la absoluta gratuidad del hecho vocacional. La llamada de Dios es un don para la comunidad; es un don que tiene su raíz en aquel que obra la presencia de la Iglesia en la historia, reconstruyendo la humanidad a imagen de la comunión trinitaria; "Nadie puede decir: `Jesús es el Señor', si no es movido por el Espíritu" (1 Cor 12,3). Y añade Pablo: "Hay diversidad de dones espirituales, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de funciones, pero el mismo Señor; diversidad de actividades, pero el mismo Dios que lo hace todo en todos" (vv. 4-6). La acción del Espíritu constituye a la Iglesia como "comunidad de rostros" (II epíclesis) y suscita en la conciencia del bautizado una intuición y una voluntad capaz de hacerse proyecto de vida de modo original según el gran modelo de Cristo, el "amén" del Padre. El Espíritu engendra en el corazón del cristiano la agape no sólo como ética nueva del amor, sino como estructura profunda de la persona, llamada a vivir en relación con los demás. Cada uno es plasmado por el Espíritu, que es la fuente de la comunión. El amor-agape será entonces el rostro manifiesto de una elección vocacional precisa, que se expresa fundamentalmente en la dirección de la conyugalidad o de la virginidad consagrada. El modelo supremo de todo proyecto de existencia es Cristo, revelación plena del amor, en el testimonio de la oferta en la cruz y en el signo de hacerse otro en la eucaristía.

El carisma que está en la raíz de toda vocación hace crecer a cada uno según la plena estatura de Cristo (Ef 4,13), totalmente modelado según su ejemplo de siervo obediente. Por eso, la vocación cristiana es también ministerio. Hay que redescubrir la vida como servicio a los hermanos en la comunidad eclesial. El ministerio se expresa en funciones y servicios precisos, como en el caso del orden, de los ministerios instituidos o de hecho, y se revela en el testimonio significativo del valor, del que la vocación es signo, como en las diversas formas de la vida consagrada o de la elección matrimonial.

- Finalmente, toda vocación es, en relación con el mundo, misión. La misión remite al carácter de la madurez de la fe: la utilidad común, la plena realización del reino de Dios. Los caminos de la misión son coherentes con los dones del Espíritu. Una es la misión del ministerio ordenado y otra es la misión de la vida religiosa o laical. Pero la perspectiva última es idéntica: revelar al mundo el designio de Dios, instaurar su realeza, participar en los dolores de parto de la nueva creación (Rom 8,22), hasta que se consume plenamente la salvación. Por eso todo don en la Iglesia está destinado a su vitalidad supranatural y generativa. Es un ser "para" el reino. "La vida genera la vida" (Doc. final, 18). El Espíritu no sólo suscita todo carisma y ministerio en relación con los demás para constituir el sacramento de la Iglesia, sino que los hace crecer a todos en la misión hacia el hombre para verificar la unidad de todo el género humano.

De aquí la intrínseca participación de toda vocación en el apostolado y en la misión de la Iglesia como germen del reino. Vocación y misión constituyen dos caras del mismo prisma. Definen la vida a la luz de la palabra de Dios, a la luz del misterio de Cristo, modelo invisible de todo hombre llamado a la salvación. Él es, en realidad, el gran misionero del Padre. No se puede afirmar propiamente que Jesús tenga una vocación, pero es cierto que tiene una misión. El es el enviado para la liberación y la salvación de todos. En cambio, el discípulo es llamado en Jesús para compartir su misión. Por tanto, esta dimensión de la fe -la misión- define el sentido pleno de la vida: como respuesta, don, compromiso de anuncio y de testimonio, signo de Cristo muerto y resucitado. La vida se realiza en plenitud dándola para el servicio en la misión.

Luego, el aspecto de vocación precisa la llamada que el Espíritu hace oír como intuición, simpatía y propensión en el corazón del creyente, y la respuesta personal a través de la escucha, la oración y la formación de una mentalidad evangélica. Sobre todo, la palabra vocación hay que decirla más propiamente en plural. Si es única la misión de la Iglesia, son muchos los modos de realizarla en las diversas vocaciones: tenemos la presencia del sacerdote, de los cónyuges en la familia cristiana, de las personas consagradas, del laico dedicado a los diversos servicios. El objetivo último es la transformación de la humanidad en comunidad, signo de la comunión trinitaria.