He aquí una frase que oí el otro día a una persona muy agradable e inteligente, y que cientos de veces he oído a cientos de personas. Una joven madre me dijo: «No quiero enseñarle ninguna religión a mi hijo. No quiero influir sobre él; quiero que la elija por sí mismo cuando sea mayor.» Ése es un ejemplo muy común de un argumento corriente, que frecuentemente se repite, y que, sin embargo, nunca se aplica verdaderamente. Por supuesto que la madre siempre estará influyendo sobre su hijo. De la misma manera, la madre podría haber dicho : «Espero que escogerá sus propios amigos cuando crezca; por eso no quiero presentarle ni a primas ni a primos.»
Pero la persona adulta en ningún caso puede escaparse a la responsabilidad de influir sobre el niño; ni siquiera cuando se impone la enorme responsabilidad de no hacerlo. La madre puede educar al hijo sin elegirle una religión; pero no sin elegirle un medio ambiente. Si ella opta por dejar a un lado la religión, está escogiendo ya el medio ambiente; y además, un medio ambiente funesto y contranatural. La madre, para que su hijo no sufra la influencia de supersticiones y tradiciones sociales, tendrá que aislar a su hijo en una isla desierta y allí educarlo. Pero la madre está escogiendo la isla, el lago y la soledad; y, es tan responsable por obrar así como si hubiera escogido la secta de los mennonitas o la teología de los mormones. Es completamente evidente, dicen, para quien piense durante dos minutos, que la responsabilidad de encauzar la infancia pertenece al adulto, por la relación existente entre éste y el niño, completamente aparte de las relaciones de religión e irreligión. Pero la gente que repite esta fraseología no la piensa dos minutos. No intentan unir sus palabras con una razón, con una filosofía. Han oído ese argumento aplicado a la religión, y nunca piensan en aplicarlo a otra cosa fuera de la religión. Nunca piensan en extraer esas diez o doce palabras de su contexto convencional y tratar de aplicarlas a cualquier otro contexto. Han oído que hay personas que se resisten a educar a los hijos aun en su propia religión. Igualmente podría haber personas que se resistieran a educar a los hijos en su propia civilización. Si el niño cuando sea mayor, puede preferir otro credo, es igualmente cierto que puede preferir otra cultura. Puede molestarse por no haber sido educado como un buen sueco burgués; puede lamentar profundamente no haber sido educado como un Sandzmanian. De la misma manera puede lamentar haber sido educado como un caballero inglés y no como un árabe salvaje del desierto. Puede (con la ayuda de una buena educación geográfica), mientras examina el mundo desde China al Perú, sentirse envidioso por la dignidad del código de Confucio o llorar sobre las ruinas de la gran civilización incaica. Pero, evidentemente, alguien ha tenido que educarlo para llegar a ese estado de lamentar tal o cual cosa; y la responsabilidad más grave de todas es tal vez la de no guiar al niño hacia ningún fin.
Charlas, II, Acerca de las nuevas ideas (Obras completas I, Ed. Plaza Janés, p. 1099-1100).
Tomado de www.arvo.net
Pero la persona adulta en ningún caso puede escaparse a la responsabilidad de influir sobre el niño; ni siquiera cuando se impone la enorme responsabilidad de no hacerlo. La madre puede educar al hijo sin elegirle una religión; pero no sin elegirle un medio ambiente. Si ella opta por dejar a un lado la religión, está escogiendo ya el medio ambiente; y además, un medio ambiente funesto y contranatural. La madre, para que su hijo no sufra la influencia de supersticiones y tradiciones sociales, tendrá que aislar a su hijo en una isla desierta y allí educarlo. Pero la madre está escogiendo la isla, el lago y la soledad; y, es tan responsable por obrar así como si hubiera escogido la secta de los mennonitas o la teología de los mormones. Es completamente evidente, dicen, para quien piense durante dos minutos, que la responsabilidad de encauzar la infancia pertenece al adulto, por la relación existente entre éste y el niño, completamente aparte de las relaciones de religión e irreligión. Pero la gente que repite esta fraseología no la piensa dos minutos. No intentan unir sus palabras con una razón, con una filosofía. Han oído ese argumento aplicado a la religión, y nunca piensan en aplicarlo a otra cosa fuera de la religión. Nunca piensan en extraer esas diez o doce palabras de su contexto convencional y tratar de aplicarlas a cualquier otro contexto. Han oído que hay personas que se resisten a educar a los hijos aun en su propia religión. Igualmente podría haber personas que se resistieran a educar a los hijos en su propia civilización. Si el niño cuando sea mayor, puede preferir otro credo, es igualmente cierto que puede preferir otra cultura. Puede molestarse por no haber sido educado como un buen sueco burgués; puede lamentar profundamente no haber sido educado como un Sandzmanian. De la misma manera puede lamentar haber sido educado como un caballero inglés y no como un árabe salvaje del desierto. Puede (con la ayuda de una buena educación geográfica), mientras examina el mundo desde China al Perú, sentirse envidioso por la dignidad del código de Confucio o llorar sobre las ruinas de la gran civilización incaica. Pero, evidentemente, alguien ha tenido que educarlo para llegar a ese estado de lamentar tal o cual cosa; y la responsabilidad más grave de todas es tal vez la de no guiar al niño hacia ningún fin.
Charlas, II, Acerca de las nuevas ideas (Obras completas I, Ed. Plaza Janés, p. 1099-1100).
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